Dar vida a un museo es ante todo la concreción de una vocación por compartir. Compartir lo que nos apasiona y consideramos bueno.

Es la respuesta a un deseo de unir a las personas. Generando un espacio singular donde coordendas de tiempo y lugar concurren, de modo que en ese sencillo espacio, nos unimos a quienes nos han precedido y a quienes nos sucederán.

Es un acto de reconocimiento para con una comunidad que fue generadora, testigo y partícipe del nacimento y de los primeros pasos de una historia que merece ser contada. Comunidad que hace posible esta pequeña gesta, y la cobija con amor maternal.

Conlleva también una dimensión de homenaje para las personas que han sido los protagonistas principales de los hechos históricos que allí se evocan. Homenaje ciertamente merecido e inevitable por sus mismos méritos. Que, con justicia, podría ser un fin en si mismo. Pero que no lo es en la intención de quienes participamos de uno u otro modo en la concreción de este proyecto. Sino que, junto y a la par de esa dimensión laudatoria, anhelamos con no menos entusiasmo que el homenaje a las personas y sus obras constituya un poderoso estímulo en el ánimo de cada persona que se acerque al museo, que le impulse a soñar y a desarrollarse, dando para su tiempo y para la posteridad, lo mejor de sí.

Crear un museo es dar vida a una obra colectiva, que está llamada a perdurar en el tiempo más allá de la medida de la vida de un hombre. Es dar el primer paso de un camino que uno sabe no recorrerá hasta el final, pues es más largo que el tiempo del que intuye, dispondrá. Y esto, lejos de desalentarnos, nos hace conscientes de que allí radica la razón de nuestra esperanza: hemos constatado ya que la obra que fuera resultado del impulso de una sola persona sería, casi necesariamente, raquítica. Por el contrario, hecha causa común por una comunidad entera, es posible que alcance, en su hora, la plenitud que le es propia. Tal vez incluso distinta y superior a nuestra actual expectativa.

Es también este momento uno de agradecimiento. En primer lugar a esos Bucci que han pasado. Y a los que hoy llevan por derecho propio, el testimonio de su pasión y lo comparten. A la comunidad de Zenón Pereyra que recibe a sus hijos con satisfacción y generosidad. A las personas que comparten ese amor por las máquinas, los pilotos, su tiempo y su historia. En especial desde esta región tan rica en su pasado, en su presente, y en su futuro.

 

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